Vol. 2 Nro. 18 (2012)

LA REVOLUCIÓN DE JOSÉ MARTÍ: UN PROYECTO PARA EL SIGLO XX1

JOSÉ MARTI’S REVOLUTION: A PROYECT FOR THE XX CENTURY

Pedro Pablo Rodríguez López2

1.

Sabemos perfectamente que los tiempos históricos no pueden ajustarse al que fijan los calendarios. La segunda mitad del siglo XIX marcópara América Latina, en líneas generales, la época de las reformas liberales empeñadas en acelerar los procesos modernizadores de la región y en alcanzar su inserción en los cambiantes ámbitos internacionales que iban fijando la decisiva mundialización del mercado, la formación del capital monopolista y el nuevo sistema colonial sobre todo en África, Asia y el Pacífico.

Cómo cumplió su rol histórico la reforma liberal es algo muy difícil de precisar cronológicamente, dada la diversidad de situaciones en los tantos países del continente. Es común aceptar, sin embargo, que ya para los años 20 del siglo XX el modelo liberal daba signos muy evidentes de agotamiento y, de hecho, con la revolución mexicana comenzada en 1910, se manifiestan con claro protagonismo sectores sociales hasta entonces con actuaciones secundarias o muy incipientes, y también se piensan, se intentan y se practican proyectos sociales de hondo radicalismo que cuestionan en muchos casos abiertamente el orden burgués moderno y hasta se plantean objetivos de carácter socialista.

Las transformaciones sociales y de las mentalidades durante la segunda mitad del XIX ya permitían atisbar desde entonces a algunos lúcidos políticos e ideólogos los límites que traían dentro de sí los mismos proyectos modernizadores de los liberales, comunes quizás en su deseo de impulsar el desarrollo capitalista de la tierra, mediante la conversión de los antiguos latifundios coloniales en empresas rentables y en conducir al mismo destino a la gran concentración de propiedades en manos de la Iglesia católica. El ideal compartido era la vida moderna de las sociedades burguesas de Europa occidental y Estados Unidos, con la aspiración de alcanzar la industrialización en lo económico y el juego de intereses diversos en la vida política a través de la representatividad y el debate parlamentario.

Claro que cada sociedad latinoamericana dio lugar a proyectos a veces con diferencias profundas entre sí, los que, además, tendieron a coincidir en cuanto a su incapacidad para lograr efectivos procesos industrializadores, quizás con la my contada excepción argentina y a lo mejor de Chile, y en la promoción de verdaderas democracias electorales, pues los regímenes liberales fueron en su mayoría francamente autoritarios y hasta dictatoriales y no ampliaron sustancialmente la participación popular en la política.

Llamadas revoluciones en más de una historia nacional, las reformas liberales variaron en sus contenidos y en lo que pudieran considerarse sus logros, al igual que en cuanto a los sectores sociales que pudieron alinear en sus programas. Así, por ejemplo, la reforma mexicana sólo pudo asentarse tras largos años de cruentos conflictos armados, una extraordinaria participación popular y un extremo radicalismo en cuanto a la expropiación de la Iglesia.

Lo cierto es que según se fueron afianzando como modelos sociales, las reformas pusieron de manifiesto sus objetivos burgueses a mediano y largo plazo, y fueron dando lugar a diversas inconformidades de quienes sentían que los cambios no profundizaban en alteraciones sustanciales del orden social, las estructuras clasistas y las maneras de ejercer las hegemonías.

2.

Resulta interesante entonces el análisis histórico de las protestas sociales de la época y de aquellos proyectos que ya se iban planteando un radicalismo más allá del liberalismo. Quizás desde esta perspectiva podría valorarse más cabalmente, por ejemplo, el carácter de la revolución azul dominicana, de la Guerra de los Mil Días en Colombia, y, ya en el siglo XX aunque en lucha desde antes, de la revolución alfarista en Ecuador.

El proyecto revolucionario de José Martí ha sido quizás el más examinado, probablemente porque ha ejercido una influencia sistemática y decisiva en la historia cubana posterior. Buena parte de los movimientos sociales y políticos cubanos del siglo XX, tanto los reformistas como los francamente revolucionarios, se acogieron de uno u otro modo al ideario martiano, y las dos revoluciones cubanas de esa centuria, la del 30 y la de los 50, fundamentaron en él su crítica a la república liberal fundada en 1902 y sometida a una ominosa relación de dependencia con Estados Unidos. Inclusive desde la proclamación del socialismo y su adscripción al marxismo, la actual Revolución Cubana no ha dejado de sostener la matriz martiana de su ideología.

Las razones de esa permanencia, de esa actualidad, hay que buscarlas en la radicalidad del proyecto, en su alineamiento expreso con las clases y sectores populares y en su adelantada comprensión de cómo los cambios en el mundo finisecular implicaban la necesidad de adecuar sus objetivos a ellos.

Martí tuvo plena conciencia de que Estados Unidos emergía como una potencia con ambiciones continentales y mundiales, y de que aquella nación estaba sufriendo una transformación en su organización económica con la aparición pujante de los monopolios, cuya hegemonía creciente hacía peligrar a la democracia electoral. La comprensión de rasgos básicos del imperialismo moderno y su convicción de que el país del Norte buscaba su expansión territorial a costas de la soberanía de nuestra América, le permitieron delinear con claridad singular el significado de la independencia cubana en aquel siglo que terminaba.

Desde los años 80 Martí fue elaborando una concepción que lo llevó a plantearse en su madurez una estrategia política de miras continentales y universales, que pretendía, según decía, a contribuir al equilibrio del mundo y, aún más, a la paz de los siglos. Quizás el mayor aporte de su obra política haya sido su sagaz inserción de la pelea por el fin del colonialismo español en América en las grandes líneas de aquel orbe de su tiempo. Para él la independencia soñada no solo era para Cuba sino también para Puerto Rico, ya que las Antillas hispanas constituían “el fiel de América” y del mundo. Luego, el líder cubano dio categoría de suceso histórico de alcance planetario a la guerra desatada a su impulso en 1895 contra el dominio español: no era vanidad, ni mesianismo ni postura de zahorí, sino el resultado de un serio esfuerzo por entender a dónde conducían los nuevos rasgos que iba adquiriendo la sociedad finisecular.

Su temprana crítica a la asimetría en que se basaba el principio de la llamada reciprocidad comercial y la consecuente subordinación económica al país más fuerte; su toma de partido junto a los pobres de la tierra lo mismo en la India, que en Túnez, Egipto, Marruecos, Indochina, Hawai, África y, desde luego, América Latina; su crítica raigal explícita al concepto de civilización que se imponía desde los polos del capitalismo, y su implícito rechazo al sentido del progreso manejado por el positivismo; su decisiva oposición al racismo sostenido en la idea de la superioridad de unos pueblos y culturas sobre otros y su defensa de la unidad de la especie humana enriquecida por su diversidad; su actualísimo criterio acerca del mestizaje cultural; su cuestionamiento a la lógica y a la ética de la moderna razón burguesa: en todo ello están los fundamentos de su singular ideario político.

Ese ideario se expresaba en un verdadero proyecto, pensado y elaborado durante muchos años en cotidiano contraste con la práctica revolucionaria. Así Martí concretaba tal proyecto a través del Partido Revolucionario Cubano, institución que adoptaba la más moderna forma de organizar la actuación política en aquella época, pero que, al mismo tiempo, se basaba en la propia experiencia política de la emigración patriótica cubana que había creado espontáneamente los clubes, formas asociativas que serían las organizaciones de base del PRC. Este, además, se regía por sus Bases y Estatutos secretos, verdaderas síntesis de su proyecto revolucionario.

Quien estableció desde los 27 años de edad que el pueblo, la masa dolorida era el verdadero jefe de las revoluciones y que la revolución cubana no podía ser consecuencia de la cólera sino de la reflexión; quien a los 24 años de edad había proclamado que nuestra América era un pueblo nuevo, resultado de un proceso antagónico en que una llamada civilización aplastó a otra, pero que ya no era estrictamente indígena ni español; quien proclamaba la originalidad, la búsqueda de sí como esencial rasgo humano y social, es perfectamente comprensible que se planteara durante los que serían los años finales de su vida para Cuba, y para Puerto Rico, una república nueva, sagaz, cordial, abierta al trabajo y a la paz, con todos y para el bien de todos. Una república inclusiva, no de la tradicional oligarquía criolla de la tierra; para el bien de todos, no para el bien de un reducido grupo. Una república sin odios a la que se llegaría mediante una guerra de amor. Una república para satisfacer la justicia social, que diera su lugar, el que se habían ganado, a las clases populares. Una república en que no perviviese la colonia, como estimaba él había sucedido con las repúblicas de América Latina.

Así, los dos basamentos del pensar martiano, la ética humanista de servicio y la alineación junto a los sectores populares, dieron base a esa revolución que Martí concebía como un proceso desde el inicio, cuando tuvo que unir voluntades y esfuerzos a veces entre contradictores dentro del Partido Revolucionario Cubano.

Por tanto, su revolución de mayorías populares, que aspiraba a cerrar cualquier brecha ante el expansionismo del extranjero, deseosa de facilitar la participación protagónica y ejecutiva de esas mayorías populares difícilmente pueda ajustarse a las normas y procedimientos de las reformas liberales. Martí iniciaba un camino nuevo, nuevo tanto por sus ideas como por sus amplios propósitos y por sus procederes en función de esas mayorías, mas estaba sumergido en un mundo del que formaba parte marcado por las dominaciones y hegemonías, y cuya lógica de pensar le había sido enseñada por varias vías, incluida la enseñanza.

La Cuba prevista por Martí tras el fin de la dominación colonial se basaba en una fuerte clase campesina dueña de su tierra, capaz de asegurar la alimentación del país y las materias primas para asegurar industrias nacionales, capaz de mantener un activo intercambio comercial con pueblos diversos sin fijarse solo a uno, y con una población trabajadora con una sólida educación científica pero a la vez bien conocedora de su país y de sus problemas. Era la adaptación a las condiciones y circunstancias insulares de su amplio programa de transformación de las repúblicas oligárquicas del continente en sociedades de ancha base popular, de justicia social efectiva, ajena a los racismos y discriminaciones, y capaces de irse moviendo en acuerdo hacia la patria grande soñada por Bolívar y otros de los próceres fundadores.

3.

No se intente ponerle nombre a esa revolución martiana: ninguno le va a ajustar adecuadamente. Ese es su único nombre posible, revolución martiana, porque el líder cubano no se atuvo a modelo alguno y más bien siempre rechazó cualquier modelo para estos asuntos. Defensor y simpatizante de procesos y personalidades de las reformas liberales, sobre todo de Benito Juárez; crítico severo y profundo como expresa en su ensayo magistral “Nuestra América” de las limitaciones de loa procesos liberales que simplemente se adaptaban a la nueva época y sostenían el abandono de las clases populares; enjuiciador severo de la explotación capitalista sobre la clase obrera en Estados Unidos y previsor que advirtió cómo se venía encima un mundo amasado por los trabajadores, Martí no consideraba oportunos los proyectos socialistas y anarquistas para nuestra América, donde apreciaba realidades y problemas muy diferentes a las condiciones europeas que los gestaron. En verdad la revolución martiana no requiere de ajuste a cualquier otro modelo: ella es suficiente en sí misma.

Lo cierto es, por demás, que su proyecto ha servido de acicate a generaciones sucesivas de cubanos que han pretendido lograr lo que Martí prometiera a Antonio Maceo que se iría realizando tras el triunfo armado sobre la colonia: toda la justicia y no solo una parte de ella.